Creo
que me lo dijiste, que todas las razones
para
irse eran una sola: recordar que no somos
donde
estamos, que no nos define el contexto,
que
siempre vamos de paso.
Ahora
vivo en una calle en la que se cuela el viento
y los
perros mean con la impunidad de diosecillos
guiados
por ciegos. Esta gente guarda a sus ídolos
en
casas de cincuenta metros y los saca a descargar su ira
dos
veces al día por el parque y atados con correa.
De la
puerta a los árboles cuento: un portero de ojos verdes;
dos
bares de barrio, con máquina de tabaco y tragaperras;
la
peluquería de hombres, digna y seria;
otra de
mujeres que me da miedo porque huele a falso;
el
contenedor de papel silencioso, el de vidrio
que
fragmenta canciones y el semáforo de la avenida,
los
segundos que me separan de los sauces, los corredores
y el
fantasma del bar del escritor.
Esta
ciudad son dos ciudades pobladas por la misma gente
quejumbrosa
y alegre, con distintas ropas: igual les da
el
vestido y las chanclas que el abrigo y la bufanda,
siempre
se quejan, siempre están en la calle, exprimiendo
el
espíritu de su tierra, enamorados de su historia,
añadiendo
anécdotas, cuidando sus secretos.
Como un
gran amor, siempre se queda por debajo de lo soñado.
Pero
como buena amante, se deja reinventar por cualquier borracho.
La
prefiero cálida y vacía, un infierno que te atrapa.
Parece
una mujer besando sin parar, un hueco en el estómago,
un logro
de sobrevivir –tan larga es– si le acaricias esas piernas
ardientes,
sucias, deliciosas, llenas de rincones y animales
que
sonríen con todos los dientes.
Hermoso, Huini, hermoso...
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