El
extremo, solamente,
del
hilo que me ata a la ciudad,
la cama
suave de la costumbre,
los
cielos impredecibles
(nunca
son las mismas nueve de la mañana),
las
trampas perversas de los arbustos
y las cúpulas
de las iglesias.
Tengo
que encontrar el cabo del ovillo,
sé que
cuando llegué lo tenía aferrado
entre
los dedos pulgar y corazón,
como un
niño que aprieta los libros contra el pecho,
leyendo
la dirección de casa que se borra en la palma
en
pequeños ríos azules de desesperanza.
¿Cómo
me quedé perdido en los bares gallegos?
Ellos,
detrás de la barra, también tienen ojos de costa,
de
patria pobre que nunca fue lo que era,
playas
muertas con cicatrices de concreto:
son más
de aquí de lo que quieren admitir
y
cultivan su acento mientras te ponen las croquetas
sabiendo
que ellos no son los extranjeros.
Tengo
que salir de aquí, de las dulces tardes
de los
viernes entre cervezas, de las luces
naturales,
los graffitis del pasadizo
que
separa la avenida del parque.
Hay que
dejar de besar a las extrañas,
de
enamorarse de las farolas
y de
una puta vez
encontrar
la línea de la carretera.
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