Nos
cambia el tiempo, nos cambian las horas,
otra
vez estamos tú, yo y el mundo jugando
a
ver quién se cansa primero
de
prometer y no cumplir los términos.
Todo
esto está muy bien:
la
casa con las cacerolas y el delantal
de
una mujer que nunca conoceremos;
el
bar lleno de vecinos,
el
bar lleno de emeterios,
el
bar lleno de madridistas e incluso
los
bares caros de las callejuelas
vacíos
y dignos como viejas alcanforadas.
Esta
ciudad es tan antigua como sus caminantes:
ya
la he visto con los pies desnudos, balbuceando,
borracha
y soez por las esquinas turbias
y
tremendamente triste, en una mesa solitaria,
esperando
una muerte minúscula, porque sabe
que
nada se acaba, nada permanece y las historias
son
sólo de quienes las viven.
Nada
queda en los edificios, solo cacharros viejos,
marcas
de cuadros en las paredes y nombres en los buzones.
La
ciudad es mala aunque glorifique lo acabado,
aunque
guarde
las
actas de nacimiento de sus tugurios
y
nos jure que nos quiere,
que
también somos sus hijos
y
no nos olvidará.
No
le creas, no te quedes por amor:
no
hay nada tan joven y cruel
como
una gran ciudad.
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