Detrás de esta ciudad había cosas invisibles
como un campo de caracoles,
un laboratorio de setas hurañas como nosotros,
diálogos con desconocidos y un perro,
el can que corre y lame la mano de nuestros hijos
cuando ya hace frío y es hora de volver a casa.
Pero seguíamos de este lado, por ahora caminando
sintiendo las ráfagas heladas que le quedan al invierno
el viento de Madrid que no perdona a nadie,
fantasma de los eriales de Vallecas al que llega
el rumor de la ciudad iluminada, aroma de croquetas
y mollejas fritas en el mercado, servilletas arrugadas
que amontonan conversaciones y besos en el suelo.
Allá, lejos, seguía San Felipe y su paseo en lancha
hasta la playa escondida donde rentan las hamacas,
con el restaurante de pescados y la cantina de pescadores
llena de borrachos a las diez de la mañana.
Nos reíamos tanto que nos pusimos a caminar
hasta llegar aquí y perdernos –qué gracia–
en una ciudad tan pequeña
y tan poblada de mundos.
como un campo de caracoles,
un laboratorio de setas hurañas como nosotros,
diálogos con desconocidos y un perro,
el can que corre y lame la mano de nuestros hijos
cuando ya hace frío y es hora de volver a casa.
Pero seguíamos de este lado, por ahora caminando
sintiendo las ráfagas heladas que le quedan al invierno
el viento de Madrid que no perdona a nadie,
fantasma de los eriales de Vallecas al que llega
el rumor de la ciudad iluminada, aroma de croquetas
y mollejas fritas en el mercado, servilletas arrugadas
que amontonan conversaciones y besos en el suelo.
Allá, lejos, seguía San Felipe y su paseo en lancha
hasta la playa escondida donde rentan las hamacas,
con el restaurante de pescados y la cantina de pescadores
llena de borrachos a las diez de la mañana.
Nos reíamos tanto que nos pusimos a caminar
hasta llegar aquí y perdernos –qué gracia–
en una ciudad tan pequeña
y tan poblada de mundos.
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