jueves, 1 de agosto de 2013

35 grados

Lo de caminar tiene cada vez menos palabras o dificultades. Y más sorpresas. Un año en esta ciudad y le empiezas a encontrar las esquinas de las personas, esta tribu de extraños regidos por la temperatura y las horas de luz. En verano se vuelven todos locos. De la una de la tarde a las nueve de la noche no hacen ruido, me los imagino encerrados en la penumbra, sudando con los puños apretados de tristeza, esperando a que pase la maldición del calor.

Luego salen a dejar las bolsas de basura y se quedan en las bancas de madera, se atoran en las rejillas metálicas de las sillas de terraza, chiquitean una caña mientras llegamos a la barrera de los veintitantos grados. Algo para poder entrar de nuevo. Lo suficiente para quedarse dormido y no recordar qué día de la semana es, a dónde hay que ir mañana, cómo se mueven los muslos de las chicas con esos vestidos tan cortos o los brazos desnudos de las abuelas, las verdaderas dueñas de la estepa, casi cuerdas a punta de costumbres crueles.

No se me quita de la lengua el sabor de lo extraño. Ya estamos de paso en todas partes y esta cama nos cuenta historias de partos, de silencio materno, de dictaduras vividas puertas adentro. Los hotelitos, los palomares, el piso madrileño para familias humildes. Ahora estamos nosotros aquí, planeando caminatas para los domingos, comprobando la altura de las barras, robando dibujos de las calles y desdoblando palabras. Nos miramos a través de la mesa, seguimos trazando rutas sin norte. Nosotros también estamos locos.


Así es el amor

Ya no quedan muchas letras para hablar de cosas tristes. Demasiado tiempo se pasa creyendo que el drama puede estructurar el sentido de la vida. Lo único que vale aquí realmente es caminar, franquear puertas sin olvidar cómo salir de ellas, cambiar de ojos, ciudades, ángulos de luz.

Aquí hay un mercado regido por los reyes de la baraja, una plaza en la que ya no queda el olor ácido de la cebada y sí los rastros de gente con ruta y sin camino, una red subterránea que se come las entrañas de lo viejo y muchos, muchos perros asediados por sus dueños, con chip y correa, lanzando dentelladas al mundo cuando los sacan a pasear.

Caminamos oliendo los árboles, haciéndonos llaves disimuladas en la sala de exposiciones. Te beso, me abrazas, las fantasmagorías nos abren más los ojos, queremos ir a la luna y descubrir la luz en lugar de darla por sentada. Como no podemos, nos comemos seis croquetas de jamón y dos cervezas, caminamos por el Paseo del Prado y nos ponemos un poco triste porque los coches lo arruinaron para siempre. Porque el monumento de los fusilados tiene siempre la puerta cerrada. Porque nada de esto tiene que ver con la vida de la gente, excepto como decorado.

Volvemos a casa y los periquitos de oro revolotean sobre la testuz de los búfalos de agua, que nos dan la bienvenida. La ropa nos sobra. Así es el amor.



Rey de oros. Intervención en el Mercado de la Cebada de Madrid. Proyecto Borondo.