viernes, 9 de mayo de 2014

No te quedes por amor

Nos cambia el tiempo, nos cambian las horas,
otra vez estamos tú, yo y el mundo jugando
a ver quién se cansa primero
de prometer y no cumplir los términos.

Todo esto está muy bien:
la casa con las cacerolas y el delantal
de una mujer que nunca conoceremos;
el bar lleno de vecinos,
el bar lleno de emeterios,
el bar lleno de madridistas e incluso
los bares caros de las callejuelas
vacíos y dignos como viejas alcanforadas.

Esta ciudad es tan antigua como sus caminantes:
ya la he visto con los pies desnudos, balbuceando,
borracha y soez por las esquinas turbias
y tremendamente triste, en una mesa solitaria,
esperando una muerte minúscula, porque sabe
que nada se acaba, nada permanece y las historias
son sólo de quienes las viven.

Nada queda en los edificios, solo cacharros viejos,
marcas de cuadros en las paredes y nombres en los buzones.
La ciudad es mala aunque glorifique lo acabado,
aunque guarde
las actas de nacimiento de sus tugurios
y nos jure que nos quiere,
que también somos sus hijos
y no nos olvidará.

No le creas, no te quedes por amor:
no hay nada tan joven y cruel

como una gran ciudad.

viernes, 28 de febrero de 2014

Replicante (de mi otro favorito)

El extremo, solamente,
del hilo que me ata a la ciudad,
la cama suave de la costumbre,
los cielos impredecibles
(nunca son las mismas nueve de la mañana),
las trampas perversas de los arbustos
y las cúpulas de las iglesias.

Tengo que encontrar el cabo del ovillo,
sé que cuando llegué lo tenía aferrado
entre los dedos pulgar y corazón,
como un niño que aprieta los libros contra el pecho,
leyendo la dirección de casa que se borra en la palma
en pequeños ríos azules de desesperanza.

¿Cómo me quedé perdido en los bares gallegos?
Ellos, detrás de la barra, también tienen ojos de costa,
de patria pobre que nunca fue lo que era,
playas muertas con cicatrices de concreto:
son más de aquí de lo que quieren admitir
y cultivan su acento mientras te ponen las croquetas
sabiendo que ellos no son los extranjeros.

Tengo que salir de aquí, de las dulces tardes
de los viernes entre cervezas, de las luces
naturales, los graffitis del pasadizo
que separa la avenida del parque.

Hay que dejar de besar a las extrañas,
de enamorarse de las farolas
y de una puta vez

encontrar la línea de la carretera.

Imaginaciones

A veces te sentiste solo.
La televisión apagada te devolvía la imagen
de un ser minúsculo y confundido.
Las llamadas de los otros eran como de sirena
lejana y peligrosa. Una locura más, un riesgo más,
la muerte en forma de sonrisa y ruido.
Mejor dormir, mejor observar la oscuridad,
con miedo de no estar siendo, en pausa angustiada.

Otras veces sonreías desde tu alta torre de luna:
eran tuyos los reflejos, la triste marea humana,
los acordes del piano, sus reverberaciones,
la cantidad de pasos que unas piernas podían dar
mientras se formaba el silencio, gozoso.
Eran las sorpresas, el reto de la idea, la forma
que tomaban los extraños en el borde de tus labios,
detrás de tus ojos, hasta que se separaban
de sus dueños y se convertían en tus criaturas.

Y así también llegó el tiempo en el que te replicaste
en otro completamente distinto
y tu vida no era tuya si no era la del otro
y los pasos no tenían sentido si no se daban en conjunto
y la vida ya no era más que proyecto y camino;
sin torres vigías alumbradas por la luna,
sin reflejos mudos de superficies opacas.

Sólo ese andar, siendo con el otro.

Detrás de las ciudades

Detrás de esta ciudad había cosas invisibles
como un campo de caracoles,
un laboratorio de setas hurañas como nosotros,
diálogos con desconocidos y un perro,
el can que corre y lame la mano de nuestros hijos
cuando ya hace frío y es hora de volver a casa.

Pero seguíamos de este lado, por ahora caminando
sintiendo las ráfagas heladas que le quedan al invierno
el viento de Madrid que no perdona a nadie,
fantasma de los eriales de Vallecas al que llega
el rumor de la ciudad iluminada, aroma de croquetas
y mollejas fritas en el mercado, servilletas arrugadas
que amontonan conversaciones y besos en el suelo.

Allá, lejos, seguía San Felipe y su paseo en lancha
hasta la playa escondida donde rentan las hamacas,
con el restaurante de pescados y la cantina de pescadores
llena de borrachos a las diez de la mañana.
Nos reíamos tanto que nos pusimos a caminar
hasta llegar aquí y perdernos –qué gracia–
en una ciudad tan pequeña
y tan poblada de mundos.

viernes, 17 de enero de 2014

Canción para alguien que está lejos


Creo que me lo dijiste, que todas las razones
para irse eran una sola: recordar que no somos
donde estamos, que no nos define el contexto,
que siempre vamos de paso.

Ahora vivo en una calle en la que se cuela el viento
y los perros mean con la impunidad de diosecillos
guiados por ciegos. Esta gente guarda a sus ídolos
en casas de cincuenta metros y los saca a descargar su ira
dos veces al día por el parque y atados con correa.

De la puerta a los árboles cuento: un portero de ojos verdes;
dos bares de barrio, con máquina de tabaco y tragaperras;
la peluquería de hombres, digna y seria;
otra de mujeres que me da miedo porque huele a falso;
el contenedor de papel silencioso, el de vidrio
que fragmenta canciones y el semáforo de la avenida,
los segundos que me separan de los sauces, los corredores
y el fantasma del bar del escritor.

Esta ciudad son dos ciudades pobladas por la misma gente
quejumbrosa y alegre, con distintas ropas: igual les da
el vestido y las chanclas que el abrigo y la bufanda,
siempre se quejan, siempre están en la calle, exprimiendo
el espíritu de su tierra, enamorados de su historia,
añadiendo anécdotas, cuidando sus secretos.

Como un gran amor, siempre se queda por debajo de lo soñado.
Pero como buena amante, se deja reinventar por cualquier borracho.

La prefiero cálida y vacía, un infierno que te atrapa.
Parece una mujer besando sin parar, un hueco en el estómago,
un logro de sobrevivir –tan larga es– si le acaricias esas piernas
ardientes, sucias, deliciosas, llenas de rincones y animales

que sonríen con todos los dientes.


Ajusticiar la noche

Me gusta dormir.
Sueño contigo, sueño con otros,
con la casa de techo de cristal
para tomar el sol y bailar estrellas.
Esa casa que dejamos
para venir a esta ciudad anciana
con alma de pueblo y edificios
asegurados contra incendios.
La casa de la cama pequeña,
de los bailes interminables
al pie de la montaña.

Me gusta dormir porque a veces
se me aparecen mujeres, nunca imaginarias:
las que vi crecer, las que tienen mi sangre
y las nuevas criaturas de la realidad.
Hay una que cuida de todas las almas
y contagia una tibieza que sonríe:
otra, muy bella, que juzga con sonrisas y miradas;
una más que se impuso un castigo
y lo paga religiosamente.

Me gusta dormir, me gusta soñar
y despertar hablando para que no se me olvide
que tengo que contarte los pasos que he dado,
las discusiones, los escenarios; decírtelo todo
y redimir la injusticia

de no poder soñar los mismos sueños.


jueves, 1 de agosto de 2013

35 grados

Lo de caminar tiene cada vez menos palabras o dificultades. Y más sorpresas. Un año en esta ciudad y le empiezas a encontrar las esquinas de las personas, esta tribu de extraños regidos por la temperatura y las horas de luz. En verano se vuelven todos locos. De la una de la tarde a las nueve de la noche no hacen ruido, me los imagino encerrados en la penumbra, sudando con los puños apretados de tristeza, esperando a que pase la maldición del calor.

Luego salen a dejar las bolsas de basura y se quedan en las bancas de madera, se atoran en las rejillas metálicas de las sillas de terraza, chiquitean una caña mientras llegamos a la barrera de los veintitantos grados. Algo para poder entrar de nuevo. Lo suficiente para quedarse dormido y no recordar qué día de la semana es, a dónde hay que ir mañana, cómo se mueven los muslos de las chicas con esos vestidos tan cortos o los brazos desnudos de las abuelas, las verdaderas dueñas de la estepa, casi cuerdas a punta de costumbres crueles.

No se me quita de la lengua el sabor de lo extraño. Ya estamos de paso en todas partes y esta cama nos cuenta historias de partos, de silencio materno, de dictaduras vividas puertas adentro. Los hotelitos, los palomares, el piso madrileño para familias humildes. Ahora estamos nosotros aquí, planeando caminatas para los domingos, comprobando la altura de las barras, robando dibujos de las calles y desdoblando palabras. Nos miramos a través de la mesa, seguimos trazando rutas sin norte. Nosotros también estamos locos.