viernes, 28 de febrero de 2014

Replicante (de mi otro favorito)

El extremo, solamente,
del hilo que me ata a la ciudad,
la cama suave de la costumbre,
los cielos impredecibles
(nunca son las mismas nueve de la mañana),
las trampas perversas de los arbustos
y las cúpulas de las iglesias.

Tengo que encontrar el cabo del ovillo,
sé que cuando llegué lo tenía aferrado
entre los dedos pulgar y corazón,
como un niño que aprieta los libros contra el pecho,
leyendo la dirección de casa que se borra en la palma
en pequeños ríos azules de desesperanza.

¿Cómo me quedé perdido en los bares gallegos?
Ellos, detrás de la barra, también tienen ojos de costa,
de patria pobre que nunca fue lo que era,
playas muertas con cicatrices de concreto:
son más de aquí de lo que quieren admitir
y cultivan su acento mientras te ponen las croquetas
sabiendo que ellos no son los extranjeros.

Tengo que salir de aquí, de las dulces tardes
de los viernes entre cervezas, de las luces
naturales, los graffitis del pasadizo
que separa la avenida del parque.

Hay que dejar de besar a las extrañas,
de enamorarse de las farolas
y de una puta vez

encontrar la línea de la carretera.

Imaginaciones

A veces te sentiste solo.
La televisión apagada te devolvía la imagen
de un ser minúsculo y confundido.
Las llamadas de los otros eran como de sirena
lejana y peligrosa. Una locura más, un riesgo más,
la muerte en forma de sonrisa y ruido.
Mejor dormir, mejor observar la oscuridad,
con miedo de no estar siendo, en pausa angustiada.

Otras veces sonreías desde tu alta torre de luna:
eran tuyos los reflejos, la triste marea humana,
los acordes del piano, sus reverberaciones,
la cantidad de pasos que unas piernas podían dar
mientras se formaba el silencio, gozoso.
Eran las sorpresas, el reto de la idea, la forma
que tomaban los extraños en el borde de tus labios,
detrás de tus ojos, hasta que se separaban
de sus dueños y se convertían en tus criaturas.

Y así también llegó el tiempo en el que te replicaste
en otro completamente distinto
y tu vida no era tuya si no era la del otro
y los pasos no tenían sentido si no se daban en conjunto
y la vida ya no era más que proyecto y camino;
sin torres vigías alumbradas por la luna,
sin reflejos mudos de superficies opacas.

Sólo ese andar, siendo con el otro.

Detrás de las ciudades

Detrás de esta ciudad había cosas invisibles
como un campo de caracoles,
un laboratorio de setas hurañas como nosotros,
diálogos con desconocidos y un perro,
el can que corre y lame la mano de nuestros hijos
cuando ya hace frío y es hora de volver a casa.

Pero seguíamos de este lado, por ahora caminando
sintiendo las ráfagas heladas que le quedan al invierno
el viento de Madrid que no perdona a nadie,
fantasma de los eriales de Vallecas al que llega
el rumor de la ciudad iluminada, aroma de croquetas
y mollejas fritas en el mercado, servilletas arrugadas
que amontonan conversaciones y besos en el suelo.

Allá, lejos, seguía San Felipe y su paseo en lancha
hasta la playa escondida donde rentan las hamacas,
con el restaurante de pescados y la cantina de pescadores
llena de borrachos a las diez de la mañana.
Nos reíamos tanto que nos pusimos a caminar
hasta llegar aquí y perdernos –qué gracia–
en una ciudad tan pequeña
y tan poblada de mundos.