A veces
te sentiste solo.
La
televisión apagada te devolvía la imagen
de un
ser minúsculo y confundido.
Las
llamadas de los otros eran como de sirena
lejana
y peligrosa. Una locura más, un riesgo más,
la
muerte en forma de sonrisa y ruido.
Mejor
dormir, mejor observar la oscuridad,
con
miedo de no estar siendo, en pausa angustiada.
Otras veces
sonreías desde tu alta torre de luna:
eran
tuyos los reflejos, la triste marea humana,
los
acordes del piano, sus reverberaciones,
la
cantidad de pasos que unas piernas podían dar
mientras
se formaba el silencio, gozoso.
Eran las
sorpresas, el reto de la idea, la forma
que
tomaban los extraños en el borde de tus labios,
detrás
de tus ojos, hasta que se separaban
de sus
dueños y se convertían en tus criaturas.
Y así
también llegó el tiempo en el que te replicaste
en otro
completamente distinto
y tu
vida no era tuya si no era la del otro
y los
pasos no tenían sentido si no se daban en conjunto
y la
vida ya no era más que proyecto y camino;
sin
torres vigías alumbradas por la luna,
sin
reflejos mudos de superficies opacas.
Sólo ese
andar, siendo con el otro.
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